Valencia, fútbol y otras cosas

martes, 1 de julio de 2014

Seducido por Modiano



En mi primer Modiano quedé seducido por la autobiografía ficcionada o lo que sea En el café de la juventud perdida. Patrick Modiano, haciendo uso de una prosa envolvente, sugiere a la mente un mundo romántico, imaginado, anhelado, idealizado, pasado. Cualquier tiempo pasado siempre fue mejor, o cuanto menos, se recuerda mejor; la juventud perdida, las horas indecisas que volaron, los incorruptibles e interminables sueños en puridad. Tras esta nouvelle se esconden tres grandes protagonistas: una mujer, la ciudad y los tiempos de juventud; con todo lo que implican. Louki es el centro humano del relato -que se desarrolla desde distintos prismas-; Louki es probablemente el amor expirado de Modiano, amor literario que se dirige a nuestras entrañas para hacernos recordar el nuestro, el mío, al que llamaremos Marta para confundir, porque Martas las hay muchas en Valencia, aunque en la que pienso sea única en mi cabeza, y probablemente sea mejor de esta manera, ya que su solo recuerdo me hace acordarme de cuando era (más) joven e inocente y creía en tantas cosas que la edad y las experiencias han tirado al traste; su mero recuerdo me hace recobrar una esperanza latente, cabizbajo por tener el presentimiento, o la certeza, de ser un espejismo, un espejismo dulce y prometedor en todo caso, y que alimenta cierta voluntad de VIVIR con mayúsculas, o en su defecto, de soñar con una VIDA en mayúsculas. Ebrio de recuerdos y sensaciones y esperanzas, esta rememoración intencional de Modiano no puede más que labrarle simpatías y admiración por parte del lector. Después está la ciudad de París, reflejada con una magia especial: con sus zonas neutras, sus cafés, y sus gentes; que a su vez hace proyectar, en mi caso, la ciudad de Valencia; preciosa como ella sola. Uno que no se cansa de caminar por las calles y callejones de Valencia; uno que gusta de perderse por sus latitudes, de acelerar el tiempo mientras disfruta del sol, de edificios, de los pequeños negocios con encanto especial ubicados en los lugares más insospechados; no puede más que verse reflejado en los narradores-protagonistas de Modiano, sensibilizado ante la empatía, o mejor, telepatía con lo escrito. Siento, o creo sentir, lo que leo. Tercero, la nostalgia hacia el pasado, hacia los tiempos de mocedad; cuando el vigor y los impulsos y la ansiedad por descubrir y la ausencia de preocupaciones banales definían el comportamiento. Todos (los que seguimos vivos) tenemos un pasado, hemos tenido una primera juventud con alegrías y penas y que ahora forma parte de nuestros recuerdos; recuerdos ficcionados, modificados, adulterados, posiblemente; nuestros recuerdos, esos que despiertan nuestro cariño y nos dejan un sabor alegre y triste al mismo tiempo, melancólico.

En el café de la juventud perdida de Patrick Modiano es una obra sencilla cuya principal virtud es evocar su propia vida en la mente del lector a través de lo narrado. El prefacio, la cita de Guy Debord, ya avisa inequívocamente de lo que nos espera: "A mitad del camino de la verdadera vida, nos rodeaba una adusta melancolía, que expresaron tantas palabras burlonas y tristes, en el café de la juventud perdida." Quiero ir un poco más allá y rescatar algunas de las citas que más me conmovieron:

Era un parroquiano muy discreto de Le Condé y siempre me quedaba un poco aparte y me contentaba con escuchar lo que decían todos los demás. Me bastaba. Me encontraba a gusto con ellos. Le Condé era para mí un refugio contra todo lo que preveía que traería la grisura de la vida. Habría una parte de mí mismo -la mejor- que algún día no me quedaría más remedio que dejar allí. (p. 26)

Sí, claro que lo entendía. En esa vida que, a veces, nos parece como un gran solar sin postes indicadores, en medio de todas las líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría dar con puntos de referencia, hacer algo así como un catastro para no tener ya esa impresión de navegar a la aventura. Y entonces creamos vínculos, intentamos que sean más estables los encuentros azarosos. (p. 44-45)

Ahora me doy cuenta de que no era sólo una línea de conducta lo que buscaba al leer los fascículos verde pálido y la biografía de Louise de la Nada. Quería evadirse, huir cada vez más lejos, romper bruscamente con la vida vulgar para respirar el aire libre. Y, además, también estaba aquel pánico que entra de vez en cuando al pensar que las comparsas que hemos dejado atrás pueden volver a encontrarnos y pedirnos cuentas. (p. 105)

Por cierto... Me acuerdo muchas veces de Louki... Sigo sin entender por qué... (...) Menuda tontería le estoy diciendo... No hay nada que entender... Cuando de verdad queremos a una persona, hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella... Porque por eso es por lo que la queremos, ¿verdad, Roland? (p. 119)

Y el círculo, la espiral, o lo que sea, se cierra. Como uno imagina, como uno hacía cuando era pequeño en las historietas que escribía en la escuela. La forma definitiva.

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