Ya han pasado varias horas de un partido en el que no caben
análisis: sólo sentimientos y sensaciones. Y es que tras tragar mucha mierda
estos jugadores por fin nos hicieron sentir orgullosos. El resultado es la
guinda, pero esto va mucho más allá de él. Orgulloso estoy, emocionado, porque
por fin creyeron en sí mismos y dieron todo lo que llevaban dentro para
conseguir un objetivo. Tras un comienzo dubitativo, el gol del animal Alcácer
despertó al monstruoso y gigantesco Valencia, ése que es capaz de unir a los
valencianistas de todas la latitudes, colores, formas de pensar y de vivir.
Porque ayer existió la simbiosis: todos fuimos uno, todos apretujamos nuestro
corazón y dimos un trocito de nuestra vida, de nuestra juventud, de la
jovialidad de la ilusión; nos olvidamos de nosotros mismos, porque nosotros
somos Valencia, sentimos la tierra en el corazón, estamos marcados de por vida,
y nos alegramos cuando se comportan como creemos que deben hacerlo. En el fondo
el Valencia es un amor de los de toda la vida, imperturbable, y como en los
amores sinceros, no buscamos inteligencia, sencillamente corazón. El corazón
que nos enmudeció, que nos hizo trizas los nervios, que explosionó con hordas de
endorfinas extasiantes en nuestro cuerpo. Sí, yo soy del Valencia, y noches
míticas, épicas, que espero no olvidar jamás, como éstas son las que hacen que
la vida merezca la pena. Tragar tanta mierda por dos horas de placer,
voluptuosidad, emoción, hace que al final del día uno se sienta a gusto y feliz
y jovial y radiante y eufórico; por unos minutos somos capaces de dejar atrás
nuestras penas y problemas y preocupaciones y ambiciones y deseos, estamos focalizados en el reflejo de nosotros
mismos en nuestro Valencia, el que queremos, por el que sacamos pecho, el que nos
hace llorar a moco tendido, el que nos devuelve a la juventud perdida, el que
hace que pienses por un instante que el paraíso existe y debe ser algo parecido
al éxtasis que estás sintiendo, por el que entregaríamos la vida. A moco tendido, intento continuar, reflejar lo
que siento, lo que he sentido, lo que sentí, escribiendo desde el corazón. Aquí
sólo vale eso, más allá del talento o la falta de él. Desde que tengo uso de
razón siempre fui del Valencia, un fanático, un forofo, me crié entre
televisores con Camarasa, Giner, Fernando, Álvaro Cervera, Eloy Olaya y
compañía. Viví con pasión la época de Paco Roig. Poyatos, Iván Campo, José Ignacio, Romero, Carlitos
Arroyo y el cabrón de Jordi Lardín que siempre nos la liaba. Mijatovic, Viola,
Mazinho, Pepito Gálvez. Luis Aragonés. Tuve la suerte, bendita, de emocionarme
con el equipo de Ranieri, Mendieta, Claudio López, Farinós. Nunca podré olvidar
la final de Copa del Rey que ganamos. Locura. LOCURA.
¡¡¡¡¡LOOOOOOCURAAAAAAAAAA!!!!!! Después llegó la época dorada del valencianismo
con Cúper y Benítez, mito de mitos éste último. Pero el punto de inflexión fue el
equipo de Ranieri; principalmente por lo que transmitía: no era más que un
grupo de chavales con ganas de gritarle al mundo que podían conseguir lo que se
propusieran. Rebeldes contra el poder dicotómico establecido. Ayer, volví a
experimentar las sensaciones que años ha, con la consecución de la Copa del
Rey, viví en carnes propias. No se puede explicar, es cuestión de sensaciones y
de carácter y de voluntad y de fe y de confianza y de creer en ti mismo. Porque
uno de los problemas de este Valencia era la falta de autoestima y que no creía
en sí mismo. Sin embargo, ayer, tras el primer turno, los jugadores se
crecieron, y todos crecimos junto a ellos, creyeron ser capaces de remontar,
habrían sido capaces de morir en el campo por el equipo. Igual que nosotros
somos capaces de hacerlo en plena batalla. Creyeron en sí mismos y nos hicieron
creer a nosotros, fuimos uno, mil y una almas se unieron para convertire en una
única fuerza, la de la voluntad y la perseverancia. Poco hay más bonito que
dejar todo lo que uno lleva en lo que más le apasiona, tampoco hay muerte más preciosa que la de sentir que en una vida de peleas has luchado hasta el final
por lo que más querías. Y no es nada material. A veces ni yo mismo entiendo la pasión que desata el
fútbol, el sentimiento tan fuerte e intrincado que hace brotar de nuestras
entrañas, pero con noches como la de ayer, se disipan todas las dudas. No se
puede explicar, hay que vivirlo, sentirlo. Es cuando uno se da cuenta que la
pasión es lo que nos mantiene vivos, que es fácil identificarse con gente que
representa tus colores, tus raíces, tu vida, tu historia. Porque es nuestro
Valencia, nuestros jugadores, nuestra ciudad: nuestras emociones, nuestros
sentimientos, nuestro espíritu. Nuestro orgullo. Nuestro mal, nuestro bien.
Nuestro sueño. Nuestra ilusión. La ilusión es lo que brotó ayer por la actitud,
por el ímpetu, por la garra, por la perseverancia. Más allá del desenlace, que
en este caso dejo un sabor de boca inmejorable. Pero lo importante de los
caminos no son las llegadas, sino los recorridos. Las llegadas terminan y se
olvidan. Los recorridos permanecen en el espíritu y la memoria. Por eso sigo
eufórico y sentimental y sé que ayer fue una noche mágica que no quiero
olvidar. Irremediablemente estas sensaciones se tornarán en recuerdos que con
el día a día se difuminarán más y más, pero quiero creer que jamás expirarán.
Como no olvidamos los besos, los abrazos, las risas, las miradas, los polvos
que fueron especiales. Como no olvidamos los momentos de dulce felicidad.
Momentos como éstos, por únicos y especiales, nos recuerdan que la felicidad
extrema, aunque de forma transitoria y efímera, existe. Que por la ilusión de
unos instantes de éstos es por lo que seguimos el camino de espinas que es la
vida. Da igual la edad que tengas: 20, 50 ó 90. Creo que todos los
valencianistas brincamos como niños ilusos y joviales. Por unos momentos fuimos
jóvenes, inocentes, apasionados, leales, nobles, bravos, al mismo tiempo.
Por eso doy gracias por ser capaz de sentir lo que siento, lo que me hicieron sentir, lo que todavía perdura en mi corazón. Esa sensación de emoción y orgullo que ni la resaca logra acallar. Gracias. Gracias. Gracias.
Por eso doy gracias por ser capaz de sentir lo que siento, lo que me hicieron sentir, lo que todavía perdura en mi corazón. Esa sensación de emoción y orgullo que ni la resaca logra acallar. Gracias. Gracias. Gracias.
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