“La carta es de ella. Tiembla. Le embarga un repentino recuerdo de la
mujer. Seguía siendo la única a quien había amado. ¿Cómo había podido
vivir sin ella todos estos años? ¿Cómo había podido tener hijos con otra
que no fuese ella?” Una herencia peligrosa, Zafer Senocak (1).
Dice Douglas Coupland, en esa maravillosa y etérea novela llamada Generación X (2),
que los veinticinco es la edad crítica para darse cuenta que la vida es
una mierda. No es exactamente así, pero lo que sí viene a decir bajo mi
punto de vista, es que a partir de esa edad es cuando uno se da cuenta
completamente que su vida y la de sus allegados no es cómo se la había
imaginado o planteado. El romanticismo, el idealismo o la candidez de
pensamiento no tienen cabida en un mundo poblado por gente sumamente
egoísta: todo lo malo se pega; y el empobrecimiento de la mente, también
denominado pragmatismo por algunos, se esparce como un virus letal
hasta dejar a uno sin esperanza. O al menos sin esperanza consciente.
Después puede decidir fingir o engañarse a sí mismo; parecer feliz,
contento, jovial, agradablemente satisfecho. Pero si se adentra en las
profundidades de las entrañas que cubren las actuaciones de cinismo e
impostura, verá que el corazón está ennegreciendo a pasos ultrarrápidos,
contaminándose hasta dejar que ejerza sólo la función considerada
fundamental: latir y así permitir la distribución de la sangre
transportadora de gases por todo el cuerpo.
Mi caso personal es deplorable: sólo me he enamorado una vez; y la
cosa acabó francamente mal. En realidad ni siquiera puedo afirmar, sin
faltar a la verdad, que empezó de forma aceptable. Tendría unos
diecinueve o veinte años; creo recordar que fue un lunes siguiente a un
satisfactorio fin de semana (por calidad, siempre por calidad, nunca por
cantidad). El caso es que mi mirada se cruzó con la de la chica que
estaba sentada en el pupitre de delante, en diagonal, y desde entonces
no la pude olvidar. Me recordó a una jovenzuela que había conocido en
épocas anteriores y con la que había congeniado, y creo que desde la
primera vez que nuestros ojos se hablaron, la idealicé hasta hacerla
inalcanzable. No sé si había química, desde luego la atracción inundaba
la habitación. Intercambiábamos hormonas desde la piel y las glándulas
sudoríparas hasta nuestras fosas nasales. Fue un momento mágico en mi
cerebro, de los que se recuerdan toda la vida: el torrente sanguíneo y
los neurotransmisores embriagan la mente como ninguna de las drogas
conocidas es capaz de hacerlo. ¿La mejor droga? Yo siempre contesto que
el enamoramiento por flechazo. Es como si te sobrase una tuerca para el
completo funcionamiento de la maquinaria, y alguna fuerza inexplicable
la hiciera trizas. Por fin los cuentos que te contaban de pequeño, las
películas que habías visto, cobraban sentido. En cambio, no todo es tan
bonito, al menos no lo fue en mi caso. Sé por qué se dice lo relativo a
las “mariposas en el estómago”: cada vez que me acercaba a mi amada me
entraban unos retortijones, de los nervios, que me obligaban a huir como
un rufián dirección a un váter, en la mayoría de casos previamente
inundados de inmundicia: ello me llevaba a pensar que había gente en mi
misma situación. Una vez superé los nervios del miedo escénico, llegó la
época de parecer completamente idiota: cada frase, cada afirmación,
cada emisión procedente de mi boca, además de salir entrecortada era
completamente desacertada. Como comprenderéis, es complicado ser más
inútil en esta materia. Y a pesar de todo tuve mis oportunidades: la
mayoría las desperdicié por cobardía, o por inanidad social pura y dura.
Me rechazó. Me hundí. Mi autoestima quedó por los subsuelos de la
ciudad; las alcantarillas se convirtieron en el lugar preferido para
autocompadecerme. Y desde entonces, cada vez que la veía o me cruzaba
con ella, me sentía mucho más incómodo que cuando me comportaba como un
patán. Huía, no sin resentimiento y sobre todo dolor, mucho dolor.
Además, en la vía de alejamiento siempre chocaba con cosas, tropezaba y
llamaba la atención de tal forma que era imposible que la deseada no
avistase mi deserción.
Jamás me masturbé pensando en ella; y es que como decía el maestro Rafael Azcona: “el verdadero amor no se mancilla” (3).
Llegaron los veinticinco y el vacío se apoderó de mi alma. El vacío
existencial, la incapacidad de amar, que tan bien expresan los
personajes de la mencionada novela de Coupland. La existencia no tenía
sentido; en el futuro tan sólo lograba avistar amargura, vacuidad,
desesperanza. Somos máquinas y viviría como un aburrido y monótono robot
hasta la llegada de mi muerte física. Porque por dentro ya era un
cadáver; mi vida carecía de importancia y lo sabía; no había un gran
motivo por el que seguir adelante. El desencanto inundaba todo mi ser.
Mi mente jugaba con ideas que me hacían perecer prematuramente; aunque
obvio, no tenía huevos para llevarlas a cabo.
Cuando ya me había acostumbrado a esta vida gris, carente de interés,
plena de fingimientos, con placeres ocasionales; aparece una persona
que me hace recobrar la ilusión. Soy consciente que no es la misma
ilusión que cuando tenía siete, nueve, trece años; porque hace tiempo
que perdí la inocencia y dejé atrás la utopía personal; pero la desdicha
desapareció de mis sentimientos comunes y habituales. ¡¡¡Todo ello con
una edad que sobrepasa los veinticinco años!!! La persona que me
devolvió la vitalidad había aparecido antes en mi vida, de forma
marginal; tanto que ni siquiera me había percatado de su presencia. Fue
en una cena de grupo cuando me atrajo como un imán atrae al metal: sus
facciones, su distinción, su forma de hablar, su estatura, sus
movimientos enaltecieron mis sentidos; no podía dejar de mirarla, de
observarla, con cierto disimulo (o eso me pareció). Todavía no me he
lanzado aunque creo que puede haber química entre nosotros (lo noto en
las miradas furtivas que nos lanzamos). No sé cómo saldrá; lo que sí voy
a intentar es no cometer los mismos errores que la vez pasada, aunque
tengo claro que no voy a renunciar ni a mi personalidad ni a mi forma de
ser; porque de conseguir el éxito de esta forma, no me estaría amando a
mí sino a un impostor, un impostor que en el fondo de mi ser haría
sentirme como la más pestilente y abyecta de las piltrafas. Sería una
traición en toda regla. Esto no pretende ser un alegato a favor de la
vida, ni una narración que invite a “creer en el destino”; simplemente
es un relato de ficción con elementos no ficticios.
Probablemente saldrá mal. En el mejor de los casos no irá como
imagino. Pero doy gracias por volver a sentirme vivo. Y es que, en el
fondo, mi ideal del amor es sencillo y al mismo tiempo inalcanzable;
nada mejor para expresarlo que un fragmento de un cuento de Francisco
Ayala (4):
“Seguros ambos de su amistad venidera, de su amor sin explicaciones,
se sentaron juntos, en un rincón. Pero esa misma seguridad les vedaba
cualquier posible diálogo. Sólo contaba con su efectiva presencia: no
tenían pasado, y el porvenir estaba en sus manos, sumiso. ¿Qué frases,
qué pretensiones, qué indagación -si todo estaba intuido- cuartearían el
bloque de silencio interpuesto entre ellos?
Aurora, dócil a su instinto, eligió la curva irónica. (Es decir, se salió por la tangente.)
-Bailas -dijo- como si estuvieras haciendo instrucción militar. Una vuelta a la derecha y otra a la izquierda.
-Tú, como si atendieras a la música de la luna -respondió Antonio.
Se miraban. Se descubrían las facciones, los movimientos, con la
emoción pura del explorador ártico; pero -también- con la curiosidad
utilitaria de quien recorre las habitaciones de la nueva casa donde va a
instalarse.”
(1) Gefähriliche Verwandtschgat, Zafer Senocak, 1998. Traducido por Carmen Plaza y Ana Rosa Calero y editado por Pre-textos.
(2) Generation X, Douglas Coupland, 1991. Traducido por Vicente Verdú y editado por Ediciones B. El autor tiene twitter propio: http://twitter.com/DougCoupland
(3) Memorias de sobremesa. Conversaciones de Ángel S. Harguindey con Rafael Azcona y Manuel Vicent, 2002. Editado por Aguilar.
(4) Cazador en el alba, Francisco Ayala, 1929. Editado por Alianza
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