“Nada. Pero no es la misma de siempre. Es, hoy, una nada henchida de
presagios. Una resignación activa. Estuve pensado que nadie me piensa.
Que estoy absolutamente sola. Que nadie, nadie siente mi rostro dentro
de sí ni mi nombre correr por su sangre. Nadie actúa invocándome, nadie
construye su vida incluyéndome. He pensado tanto en estas cosas. He
pensado que puedo morir en cualquier instante y nadie amenazará a la
muerte, nadie la injuriará por haberme arrastrado, nadie velará por mi
nombre. He pensado en mi soledad absoluta, en mi destierro de toda
conciencia que no sea la mía. He pensado que estoy sola y que me
sustento sólo en mí para sobrellevar mi vida y mi muerte. Pensar que
ningún ser me necesita, que ninguno me requiere para completar su vida.”
Diarios, Alejandra Pizarnik (1)
Tenemos que ser sólo amigos. Nada más. Todos los domingos
por la noche B. se decía lo mismo, y todos los lunes por la mañana, al
ver a S., sus planes y pensamientos se desmoronaban. Y es que por más
que él quisiera, la atracción no forma parte de la razón, y por tanto no
se puede controlar con dosis de racionalidad. Ni siquiera con una
voluntad de hierro. Sí, la fuerza de voluntad puede evitar que se
traspasen determinadas líneas, pero no que no siga sintiendo lo que uno
siente.
La obsesión por S. le estaba matando, no en sentido literal, aunque
casi. Sufría al no verse correspondido. Probablemente había entrado en
la friendzone y si no lo había hecho todavía estaba próximo a
ello; cuando en realidad eso es lo último que quería B. Ya sabemos que
todas las semanas al acabar el finde se repetía una y otra vez
lo de ser amigos y demás chácharas para esquivar el sufrimiento que le
causaba la espera, la cruel indiferencia, como también que todos los
lunes cuando se arrimaba a su “deseada” se le quedaba cara de bobo. A
veces intentaba fingir indiferencia, hacerle caso omiso, pero esto
también le hería porque lo que verdaderamente quería es estar cerca de
ella, con ella. Hablar, reír, abrazar, acariciar, besar, follar. No
necesariamente en este orden. Y en cambio tenía que conformarse con ser
un compañero; con cierta intimidad y afinidad, cierto es, que a B. le
sabía a muy poco. A casi nada. La sensación de amargura le llegaba
cualquier día azaroso, de repente, sin previo aviso. Una vez su cabeza
empezaba a dar vueltas era incapaz de pararla, se veía absorbido por la
maraña de pensamientos que regían en su cerebro, y que le dañaban de
forma inmisericorde. Dolor y malestar, transmitidos a través de una
mirada sombría, era lo que sentía en aquellos momentos. Le molestaba, le
jodía profundamente, que S., la afín S., no fuera capaz de fijarse en
él como hombre. Le molestaba más aún que se fijara en
otros hombres, que quedase para salir con ellos, que se los tirase.
Mientras él, el muy imbécil, se quedaba con cara de lo que era. Idiota.
En realidad no le molestaba que se relacionase con otros hombres, ni que
se los follara, sino que él no fuera uno de los escogidos para esos
menesteres. En temas sexuales y amorosos su pensamiento era más bien
liberal: siempre presumía de saber distinguir entre amor y sexo, y en
cuanto tenía oportunidad no dudaba en anunciar que él estaba a favor de
la poligamia sexual, ejercida por ambas partes. Claro que B. nunca se ha
enamorado. Y el camino que separa a la teoría de la práctica es un
abismo.
Una noche insomne sufrió un disparo de veneno mental. Pese a que
tenía que madrugar para trabajar al día siguiente, se mostraba inmune al
sueño. La vigilia se apoderó de su mente. Atribulado y cabizbajo, con
unas incesantes ganas de mear merced a una incontrolable y fatigosa
polidipsia que le sorprendió durante la tarde, se levantó y empezó a
recopilar los “flashes” que le venían a la cabeza. Una tormenta de
pensamientos que se le escapaban de la mente, y que lo sumía en la
desdicha, la pesadilla, el terror de ser consciente de lo que le
depararía la vida. A veces odiaba pensar y pensar y pensar y no poder
parar: introducirse en un torbellino del que sólo la fatiga le podía
sacar. Mientras bebía agua abundantemente y con fruición, cogió un
cuaderno de anotaciones que siempre llevaba encima y un bolígrafo y
anotó:
“3.11 am. Pienso en la depresión de vivir. La vida como
sinsentido, como experiencia existencial poco o nada gratificante, como
evento totalmente absurdo, aparte de fuente de dolor y enfermedades y
sufrimientos y malestar y toda clase de sentimientos abyectos que van
sumiendo a uno en el pesar. Dar vida a un ser es algo que, en general,
es muy apreciado en la sociedad humana, cualquiera que sea. Empero a mí
me parece un acto del todo egoísta por parte del ser; sin negar que
decide perpetuar la especie en parte por el instinto de supervivencia,
sí, me parece que también lo hace por miedo. Miedo a quedarse solo.
Miedo a sentir el vacío y el vértigo que provoca la propia sensación de
vivir. Miedo a sentirse perdido, alienado, a darse cuenta que está en un
mundo que no tiene sentido ni significado. Miedo a verse obligado a
afirmar que la existencia propia es efímera e insustancial. Desde este
punto de vista: la descendencia se convierte uno de los mejores entretenimientos para otorgar un sentido irreal, una significación que va más allá de todo razonamiento, a esta locura que llamamos vida. Parezco estar en un laberinto del que no puedo escapar; sin ilusión, haciendo cosas por inercia, o simplemente, porque hay que hacer algo;
derrochando el tiempo que me han concedido en cosas y acciones
insustanciales; trabajando porque es el método más efectivo que ha
inventado el hombre/la mujer para cambiar el tiempo que se pierde por
algo que te ayuda a, o que parece imprescindible para, vivir: es una
manera honrada de conseguir el vil metal que domina el mundo.
Soy un extraño entre coetáneos: me pregunto si vivo, veo o siento
realidades distintas a las que puedan vivir, ver o sentir otras
personas. Personas que me rodean, que veo pasar a toda prisa por la
calle, que me pitan desde su coche cuando voy a menos de cincuenta por
hora. Me hago este tipo de reflexiones y acabo sumido en una espiral de
la que no puedo extraer nada concluyente. Tan sólo sé que de vez en
cuando me invade una sensación de amargura que se descontrola y
descarrila. Noto su presencia constantemente, aunque la mayor parte del
tiempo logro contenerla hasta hacerla casi imperceptible. La desazón de
tener una vida sin objetivo, sin sentido, sin ambiciones, sin amor; de
seguir la corriente de la marea, a merced de las eventualidades y las
circunstancias. Y no obstante, tengo miedo a morir; también a las
posibles eventualidades que pueda depararme el futuro. Sobre la
muerte física a veces pienso que nadie está preparado para ello. ¿Cómo
se explica si no que incluso moribundos y enfermos con intensísimo dolor
se resistan tan concienzudamente a dejar el mundo que conocemos?
Probablemente se deba a que más allá, después, no hay
nada. Nos convertimos en comida para gusanos o abono para árboles. Si
acaso, dejamos un recuerdo que va perdiendo intensidad, nitidez y brillo
en las personas más allegadas. De ahí la necesidad de las imágenes: nos
recuerda lo que hemos sido (a nosotros mismos y a otros). O más bien,
lo que hemos creído ser. Uno deja la vida para siempre. La
reencarnación, el paraíso, el purgatorio, yo-qué-sé. Ilusiones por saber
de antemano que no se ha aprovechado lo suficientemente bien la vida
que le ha tocado a uno vivir. Ignorancia ésta (referente a la Muerte,
todos somos unos absolutos ignorantes) de la que se aprovechan las
religiones. Me resulta inevitable pasar de un tema a otro, de un
pensamiento a otro, apenas desarrollado o directamente sin desarrollar:
una vez estás metido en el torbellino te dejas arrastrar intentando
plasmar todo lo que tu capacidad te permite. En mi caso la capacidad es
más bien exigua.
3.47 am. Mi cabeza sigue dando vueltas a sí misma. Intento poner en
orden algo de lo que rige dentro del cerebro. Es complicado. Suspiro.
¿Es posible que haya gente que no pueda experimentar la felicidad?
¿Gente que por mucho que tenga, que consiga, que sienta: siempre verá
el vaso medio o casi completamente vacío? A veces envidio a la gente
optimista, la extrañeza que produce en mí esa ilusoria
vivacidad e intensidad, que no puedo evitar pensar es en parte forzada.
Alguna vez me gustaría dejarme llevar por ese torrente de pensamientos
inanes, probar las sensaciones de otros en mi propio cuerpo. Me molesta
ser tan consciente de las cosas con respecto a mí en ese sentido. Soy
pesimista por vocación; sospecho que en realidad me gusta regodearme en
ese pesimismo que rara vez se aleja de mi cabeza. A veces experimento
espejismos. Pero enseguida llega el pesimismo con su martillo para poner
las cosas en su sitio, es decir, hechas jirones y desperdigadas por el
suelo. Creo que en el fondo me gustaría ser un maldito, un
incomprendido, un alma atormentada con inherente magnetismo. Por eso me
atraen tanto los temas que podrían considerarse sombríos.
4.02 am. Hora de dormir. Si no lo consigo (dormirme) leeré algún
libro. Debo quitarme la careta y confesar: en realidad todo esto viene
dado por el hecho específico de que precisamente hoy, decía,
viene dado porque, la mujer que me atrae probablemente esté jodiéndose
a, follándose a, o lo que es más insoportable para mí, haciendo el amor
con, otro. Ese otro me excluye a mí. La desdicha del
que se siente rechazado, vencido; que a su vez otorga dicha por sentir
algo humanamente natural, lo que en parte significa que pese a la pose,
no he renunciado a la vida y a la esperanza. Pese a todos los tormentos,
en el fondo de mi ser, existe un haz de ilusión. Todavía se divisa una
luz en las profundidades de las entrañas. Debe imponerse a ríos
desbocados, lluvias torrenciales, aguaceros, tsunamis.”
Al narrador le gusta pensar que lo hará.
(1) Diarios, Alejandra Pizarnik, 1954-1971. Editado por Lumen.
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